La gaviota es una obra singular. En primer término por su asunto: es la historia del encuentro de dos adolescentes en una playa de la costa mexicana. Las historias de adolescentes no abundan en las literaturas hispánicas. No se ha reparado bastante en la sequedad y rigidez de nuestros clásicos: el adolescente típico de las novelas españolas no es un Dedalus, un Gran Meaulnes, un Werther o un Tom Sawyer sino un Lazarillo de Tormes o un Guzmán de Alfarache. Un antihéroe, un pícaro. Calixto y Melibea podrían ser la excepción pero los dos ya están hechos y formados cuando se enamoran: no se descubren a sí mismos al descubrir el amor. El relato está escrito en una prosa que fluye pausada como el correr idéntico de días felices, con remansos de sombras, claridades súbitas y vibraciones secretas. Luz sobre el mar: palpitación de olas, pechos, espaldas, vientres, muslos. Mundo regido por dos sentidos: el tacto y la vista. Ambos son los servidores del deseo. La presencia de la naturaleza es constante, a veces como placer (ver y tocar, ser visto y ser acariciado) y otras como enigma terrible (¿qué hay detrás de las formas, qué esconde esa mirada?). Hay un momento inolvidable: el episodio de los dos muchachos en el cementerio del pequeño puerto, al lado del mar, tendidos en la hierba y espiando, bajo la noche estrellada, la aparición de los fuegos fatuos sobre las tumbas. El deseo de los dos adolescentes tiene algo de vegetal: crece, madura, se abre. Es una cristalización, no en el sentido de Stendhal sino en el de Lawrence: no es un sentimiento sino un instinto, algo en lo que no interviene la cabeza sino la sangre.