Azul en la flama, nueva estación de uno de los itinerarios poéticos más deslumbrantes y sólidos de nuestra viva tradición, es el pulido testimonio de un viaje (hacia adentro, hacia afuera) en el que el oficio ha sabido aliar, con maestría, los imperios de la razón y los sentidos. La mirada Lúcida de David Huerta descubre paisajes autosuficientes en inusitados lugares, abre ventanas en los muros que la costumbre y el discurso lógico levantan con terquedad y que, por parecerse tanto a lo que hemos convenido en llamar realidad, ni siquiera intuíamos que estaban ahí. Provincias mentales, rincons insistentes, espejos, la flora y la fauna de un orden material apreciable desde el envés, frutos que maduran en el ramaje entramado de la inteligencia, civilizaciones como hojas sobre el río del tiempo (cuyo transcurrir se palpa), libros en carne viva, recuerdos que ya no están ni aquí ni allá, y un tú, siempre un tú al que el poeta interpela con la amorosa seguridad de su atención y compañia.
