Si, además de la realidad, algo se opone a lo uniforme, son las crónicas urbanas de personajes y creencias. Así, por ejemplo. Este auge de lo diverso admite la convivencia, divertida o resignada, contradictoria y complementaria, de Luis Miguel y el Niño Fidencio, de El Santo, el enmascarado de Plata, y el Metro, de Sting y los coleccionistas de pintura virreinal. Lo antes mencionado, en un sentido digamos que positivo, apunta al caos, en esta oportunidad no la alteración de la jerarquías sino la gana de vivir como si las jerarquías no estuviesen aquí, sobre uno y dentro de uno. Y el caos (en el sentido de marejada del relajo y sueño de la trascendencia) usa también de esas fijezas en el tumulto que llamamos rituales. Aunque no se perciba, en las grandes ciudades las jerarquías se mantienen rígidas y, al mismo tiempo, las jerarquías pierden su lugar y se deshacen en la trampa de los sentidos, en el embotellamiento de seres automóviles, pasiones, circunstancias. Y mientras esto acontece, son los rituales, esa última etapa de permanencia, los que insisten en la fluidez de lo nacional. En la más intensa de las transformaciones concebibles, las ceremonias, objeto de estas crónicas, aportan las últimas pruebas de continuidad