Cuando la idea para La octava plaga comenzó a rondar mi cabeza, tenía clara una cosa: su protagonista no sería un detective convencional. Yo venía del mundo del periodismo, donde me formé como escritor durante muchos años; las vicisitudes de los reporteros y el ambiente de las redacciones me eran familiares, por lo que me pareció un acto de congruencia que Casasola tuviera esa profesión. Sin embargo, nunca trabajé en la nota roja, algo que me hubiera encantado; que mi periodista se encargara de cubrir la fuente policiaca era un ajuste de cuentas: para eso, entre otras cosas, sirve la literatura.
También sabía que quería mezclar géneros: la realidad nunca me ha bastado para armar las historias que me interesa contar. Aunque fuera una rareza en la tradición de la novela detectivesca, sobre todo en la que se hacía en México, mi novela fusionaría una trama policiaca con lo sobrenatural. La Asesina de los Moteles, el ente fantástico con el que se enfrenta Casasola, se comporta como una mantis religiosa: decapita a sus amantes durante el acto sexual. Averiguar por qué ella –y al parecer, el resto de la humanidad– actúa como insecto, es el motivo de un misterio de tintes apocalípticos.
Pero había algo más: Casasola debía parecérseme y, por lo tanto, sería un desterrado. Tenía que pasar de la sección de cultura en el periódico donde trabajaba a la de sucesos: un universo desconocido tanto para él como para mí. Un camino que recorreríamos y descubriríamos juntos. A final, la pasamos tan bien que La octava plaga se convirtió en una saga. La Ciudad de México es el escenario ideal porque, como ya sabemos, en sus calles y recovecos lo extraño y escalofriante forma parte del paisaje.
¿Se atreven a acompañarnos?
Bernardo Esquinca