La bienamada (1867) es una de las operaciones más osadas de Hardy y, en su engañosa simplicidad, una de las más cifradas. El joven escultor Jocelyn Pierston se nos aparece, al principio, como el último descendiente de la noble estirpe de los héroes romanticos: soporta una avasallante nostalgia de amor, esa eterna nostalgia masculina por la divinizada, la diosa, la única; busca, encuentra y abandona a diversas mujeres, se lanza a hacer largos viajes, fantasea, triunfa como artista, emprende discursos, se cruza -sin alcanzarlas jamás- con tres generaciones de Avicias -madre, hija y nieta-, de cuya existencia consigue por un momento participar de manera tan íntima.