Perplejo y admirativo, saludándonos con la punta de su corbata, Hugo Vega nos dice que algo puede hacerse para contrarrestar los embates de los cientos y cientos de enemigos que tienen la sonrisa, y que son como el mar del poema: empiezan donde los hallamos por primera vez y nos salen al encuentro por todas partes. Para evitar la solemnidad, esa mexicanísima forma de quedarse a vivir entre los brazos del miedo, el autor de este BAZAR DE ASOMBROS II comienza declarándose lopezvelardeano de hueso colorado y, como realmente pocos, es "un espontáneo que nunca ha tomado en serio los sesos de su cráneo". Lo otro, la parálisis del entendimiento, el corsé intelectual, es el gesto pétreo de la seriedad que quiere confundir, quizá deliberadamente, lo importante con lo rígido. Hugo lleva muchos años recordándonos que las cosas verdaderamente relevantes no están por fuerza en tratados y monografías, y que es imposible encontrarlas en un discurso atacado desde la raíz por el patetismo de creerse indispensable, como si cualquier cosa que podamos decir fuese algo más que un parto de los montes como aquel de la leyenda hidú, en el que el producto de tan titánicos esfuerzos es un pequeño ratón.