Hay poesía irremediablemente encarnada a ciertas calles, una lírica fundida a perpetuidad con el espíritu de determinadas esquinas, changarros, tugurios. Errabundo caminante de una urbe adicta a la simulación y la apariencia, Francisco Serrano es bardo y centinela de un Monterrey cada vez más espectral: las cuadras en extinción de su parte más antigua.
Aquí no sobran sombreros oscila entre la crónica urbana, el ensayo filosófico, el espontáneo aforismo y el fragmentario diario íntimo. Si como poeta, Francisco es pura estirpe del Siglo Oro, como cronista sorprende su transparente sencillez. Entrañables las páginas dedicadas a sus rejegos y cariñosos perros Mastuerzo y Damián o al gato Basurón, como liberadoras las que narran su fuga a Montevideo, e infernales las que padecen sofocantes noches en tiempos de sequía y criminalidad.
Francisco es un poeta brutalmente atípico, un auténtico rinoceronte blanco del regio bestiario. De su sombrero brotan conejos que pueden conducirte a un desquiciado país de las maravillas en Aramberri o Carlos Salazar, o pueden llevarte de viaje por una ciudad que ya no existe o acaso nunca existió, pues se ha derretido debajo de un sombrero. (Daniel Salinas Basave)