Un grupo de amigos, que de niños jugaron beisbol, al paso de los años, ya mayores, cuando cada uno tiene una profesión y eso que solemos llamar una vida, se reúne con rigurosa constancia y puntualidad en “torno a una mesa de cantina” a recordar, a comentar los sinsabores de la existencia y a distraerse del tedio conyugal. En particular los ocupan los amores clandestinos del pícher zurdo con una prima suya, Águeda (aunque no se llamaba así), violonchelista de extraordinaria belleza, amante apasionada y musa siempre ausente que anima las fantasías y las sesiones etílicas del grupo. Los años y los días cumple con el mandato de toda novela que se respete: contar un trozo de la vida por el simple placer de hacerlo. Surgirá entonces la conspiración colectiva e interminable para cometer un asesinato aunque sea de palabra en el nombre del amor. Entre las virtudes de la prosa, entre las vicisitudes de los personajes, un novelista en plena madurez se las ingenia para que surjan el humor, la filosofía (la de cubículo y la cantinera) y, por qué no, la poesía, mientras el guitarrista de toda la vida toca una y otra vez la misma canción.