Chías es sinónimo de dramaturgia ilegal y estupefaciente. Ha transitado hacia su canonización por la senda de los grandes pecadores. Dinamitó la palabra y juega con la pedacería como con un LEGO personalísimo. Cada obra suya es un castillo o una isla; todas, admirables construcciones a partir de fragmentos palabra en cuya articulación aparecen mundos cual rehiletes. Para Édgar Chías, la carne de escenario está en La lengua y sus hablantes, título apócrifo que quedó en el limbo del ya extenso Glosario Chías —pleno de misterios, traducciones y montajes fundamentales—, y que resume la fascinación que ejerce con dos simples vectores: quiénes y cómo hablan.
En Una merienda de negros —su obra reciente—, funde la mitología de Otelo con la propia y nos entrega una obra de peligro actual, en un momento en que la primera potencia mundial es liderada por un nigger. Nadie osaría decirlo así, por corrección política, pero a Chías no le tiembla la mano —habría que decir: ¡no le tiembla la lengua!— compara la ficción con la ilusión del oasis; indaga en la manipulación mediática a través de otra manipulación: la dramática; trata la negritud racial y alude a la petrolera que tiñe nuestro entorno político y bélico. Para Chías, Otelo puede ser una estrella porno, un atleta de élite o un héroe trágico en un comercial para Nike. Una merienda de negros es el lugar al que se convoca a los exiliados y donde se habla de temas ocultos. Es el epicentro perfecto para la escena. La nueva detonación de Édgar Chías.
Richard Viqueira