La voz de Verónica Bujeiro es una voz poderosa y valiente, pero solitaria. La soledad de Bujeiro es acendrada y feroz, porque el universo que se adivina al interior de sus textos es desconcertante, es una amenaza, o peor: una promesa de degradación que paulatina e ineluctablemente se cumple. La realidad degradada que nos presenta Bujeiro es tolerable sólo gracias a la agudeza implacable del humor. Asistimos al brillante y sombrío discurso de una autora en el que la mímesis como criterio articulador ha quebrado, como han quebrado todos los pactos y presupuestos humanos, de lo íntimo a lo político. Sus textos son una incompleta cartografía de nuestra perplejidad ante el derrumbe del mundo.
En Producto farmacéutico para imbéciles, Bujeiro incide sobre la condición del arte y del artista en los mercados (o sociedades, pero de consumo) contemporáneos. Cala allí donde la posibilidad de decir, o articular o expresar o simplemente compartir la experiencia social del arte se debilita y pierde sentido, mientras que el afán de visibilidad, de permanencia y de lucro se imponen como la pulsión original y legítima de los artistas de hoy. Bujeiro se arriesga allí, nos promete y nos cumple, en la liminalia que su entrañable Catalino Risperdal establece: ese lugar entre el adentro y el afuera, nuestro hogar, el de nuestra participación en el mundo: Detrás de la línea blanca, por favor. Detrás de la línea blanca.
Edgar Chías