Por estos poemas atraviesa un miedo que se despierta con el tiempo: el de la mordedura atroz de la vejez. También los recorre la extrañeza que separa el amor a los hijos y la necesidad de un espacio propio; y ese otro miedo que nace de la incapacidad para expresar la ternura, o de la ausencia de algo indefinido que adopta forma de pájaro. Cristina Sánchez-Andrade ha escrito este libro hermoso y salvaje —también durísimo en su honestidad— en el que surge de la sombra un mundo que se entiende como la historia propia: el universo entero cabe en un montón de tierra o en una botella vacía de leche. Llenos los niños de árboles habla sobre el entorno que hiere, sobre la memoria que cura, y lo hace desde la conciencia de que «el mundo ya estaba en mi corazón, como la pequeña mancha de podredumbre en la cereza».