En “Letra muerta” todo comienza como en una novela epistolar inglesa del siglo XVIII –Clarissa o Pamela de Samuel Richardson– con una heroína, un lugar de reclusión y un poco de papel y tinta para hacer aquello que ya nadie hace: escribir cartas. Y luego irrumpe un mar de té sentimental, la melodramática biografía de Rolando Safir, un escritor con una obra inconclusa, vacilante, gótica, larvaria, taquicárdica, secreta, latente, casi inexistente –o mejor dicho, existente gracias al deseo y a la mirada del otro. De las cartas a la biografía y de las biografías a las cartas, las pasiones se pliegan y despliegan, las voces se desdoblan, las identidades se desvanecen en el vórtice de las mutaciones. Como si el acto de escribir no fuera más que el arte de acomodar restos. Como si la literatura fuera un crimen.
Diego Vecchio