¿Se puede narrar un país, esa entelequia? ¿Es posible articular con palabras la abigarrada suma de confusiones que hierve bajo la solemnidad triste o hueca de una bandera? Tal vez no. Alguien, sin embargo, ha logrado narrar la persecución de ese relato y convertirla en el gran hallazgo. Un hombre contempla la carretera: «Sería un alivio tener una misión. Pero no aspiro a tanto —escribe—. Me contentaría con saber qué estoy buscando. Quizás, en el camino, lo consiga». Lo consigue porque hallará la búsqueda.
El Interior es la dilatada niebla suspendida a espaldas de las patrias que alardean de su fachada. El exterior de Argentina se llama Buenos Aires: más allá comienza el olvido. Martín Caparrós salió a su encuentro armado con el oficio de los grandes narradores (buena pluma y mejor oído); lo contempló en pías iglesias y sórdidos burdeles, en caminos polvorientos, lejanas aldeas, estancias, hospitales y quebradas; lo escuchó en malhechores y carceleros, optimistas y desesperados, víctimas y verdugos, amos y peones, santas y putas. ¿Dónde están las añoradas esencias? «Cuando escucho la palabra esencia saco mi revólver», responde el viajero. Hay otras peguntas no menos esenciales y otras respuestas literalmente aventuradas. Este libro es la crónica de esas aventuras y de una melancolía. Un testimonio implacable. Una impecable melancolía.