En un barrio de la Ciudad de México, la decadencia y el deterioro se manifiestan repentinamente en el interior de un edificio de apartamentos. A la par, en las ventanas de un hotel abandonado que se alza de cara a este inmueble, la presencia de sombras extrañas se va multiplicando sigilosamente, ante la mirada atónita de hombres y mujeres que habitan el edificio.
Luego de una cadena de lamentables accidentes, un pequeño grupo de inquilinos, encabezados por un militar retirado, que acusa al portero del edificio de ser el responsable de las averías, inicia una revuelta que pronto divide a los ocupantes en facciones antagónicas. El deseo de evitar la destitución del portero lleva a Liberato Tosoli, un residente de los pisos inferiores que se gana la vida como hacedor de sombras de manos, a emprender una serie de actos con la ayuda de su oficio para librar a los inquilinos de las sombras inquietantes que los afectan y devolver la calma al edificio. La rivalidad con el militar y una mala praxis llevan al Liberato a ser el ejecutor de un acto de graves consecuencias.
Partiendo de una frase de Santo Tomás de Aquino: “Nada puede entender el hombre sin las imágenes”, en El hombre del cubo y el prisionero las sombras tienen un lugar predominante: su presencia liga a los personajes con los intricados laberintos de la conciencia, la oscuridad de los placeres ínfimos y la pérdida de la identidad, anudando angustiosamente la incertidumbre de la vida al miedo ciego de la muerte.
