En Cuando Orestes muere en Veracruz, María Sten preguntaba a los dramaturgos mexicanos por qué en su palabra resonaba más la herencia helénica que los mitos de sus propias tierras. Guerrero en mi estudio parece ser la respuesta de José Ramón Enríquez desde su propia genealogía, y lo hace con la dialéctica humildad de quien, sabiéndose distante de un mundo que le susurra al oído con voces las más de las veces incomprensibles, viene caminando desde siempre en los terrenos del encuentro, lúdico, lúbrico, con el Otro.
De esta suerte, da vida a Alonso Quijano El Malo, con quien emprende un juego de espejos cóncavos donde se ve reflejado un país que se nos desmorona entre las manos en medio de gemidos que se escuchan ´mucho más abajo de los pensamientos y hasta de los sueños de quienes sienten vergüenza al verse en los espejos´. La historia termina sin cerrarse luego de que Alonso, en su jaula de melancolía, ha reconocido que ´ahora mismo alguien lo actúa sin saber por qué ni para qué´, de cara a una sociedad que ante cinco siglos de insomnio se automedica fármacos para el cultivo de su desmemoria.
Sebastián Liera