Durante su investigación sobre el monasterio de El Escorial, David Bestué comprobó, al explicar a otras personas aspectos que iba descubriendo, que pocas lo habían visitado y que quienes lo habían hecho tenían recuerdos confusos. O bien parece que no haya nada que decir, o bien se cae en la exaltación patriótica y en el relato de sus anécdotas y curiosidades. En ocasiones, es visto como una maldición, el residuo de algo que no termina de desaparecer; en otras, sin embargo, como una suerte de despensa de las esencias vivas de España.
Este texto pone en duda los valores invariables que sustentan el «macizo de la raza». Se habla del gobierno belicoso y autoritario de Felipe II, de la sustracción americana, de la deuda, de los periodos de gloria y abandono del edificio, de sus sucesivos incendios, saqueos y reconstrucciones. Como un cáliz que se llena o se vacía acorde a la situación de España y a la consideración cambiante hacia la religión, el ejército y la monarquía. Más que una piedra lírica, eterna, muda e imperturbable, el monasterio es la caja negra del país, un mecanismo que registra sus sacudidas, aunque estas intenten ser ocultadas; el símbolo de algo que se cree permanente, central, hegemónico; una estructura física e ideológica.