“En Turín, como saben todos, la vida pública se desenvuelve del modo más arcaico y gracioso. Cualquier matón puede pasar por un gran hombre, cualquier hedor de vertedero se convierte en un hecho político de primer orden. No existe contención, no existe la crítica. Existe el bombo, la adulación más llana y empalagosa. No en vano es famosa Turín por sus peladillas: todo rebosa azúcar, y fragancia de agua de rosas.
Nosotros, los perros rabiosos, nos hallamos dentro de este corral de pavos hinchados y altaneros y, como los humanos apenas nos respetan y no nos dejamos deslumbrar por el brillo de las plumas, ahuyentamos a no poca gente y nos ganamos un montón de improperios y maldiciones. ¡Vaya! ¡Cuánto cacareo por unas personas que no importarían y que sólo hablan para los proletarios! Evidentemente, entienden que nuestras dentelladas no son casuales y que nuestra rabia tiene un propósito claro.
Nos llaman “perros rabiosos”: ¡muy bien! Son los perros rabiosos los que, recorriendo las calles de la ciudad bajo el flagelo de la canícula, obligan a las señoritas de las aceras a correr, a levantar sus falditas y a mostrar sus repugnantes calzones.”