A cada cual su cielo está escrito en cierta forma contra la idea de la importancia. Situaciones mínimas adquieren un grosor inesperado, en virtud de que el poeta ha dilatado de tal manera su mirada sobre las cosas, que no encuentra sustanciales diferencias de grado entre ellas. Los pies de las mujeres turcas; las sábanas tendidas en la azotea que nos liberan de la idea de Dios; la angustia de no saber cómo llegar a Puebla, que está a sólo dos horas de camino; la anuencia a perder un diente por cada buen poema escrito o la nostalgia por un perro del que uno fue dueño sólo una noche, son algunos destellos que asaltan al poeta desde ángulos dispares, obligándolo a escarbar cada vez en una dirección distinta para encontrar sentido a su vida. Permea este libro la idea de la poesía como un estado de radical disponibilidad, en donde cada poema debe conquistarse con la convicción de poder escribirlo, como si fuera el primero. Frente a eso, la experiencia y el oficio son vistos como un surco que nos puede aprisionar, y de ahí, tal vez, la presencia frecuente de anomalías físicas y de estados de excepción (el último hablante de un idioma, el mudo, el ciego, el que le da la espalda a la fiesta o el personaje no identificado en la foto), como si en ellos el poeta intuyera un posible camino hacia una vida más plena. Dice Felipe Vázquez, “La tensión entre desapego y recogimiento, entre ternura e ironía, articuladas desde una escritura precisa, reticente y cercana al habla cotidiana —los poemas deben rezumar prosa, dice el poeta—, dan a la poesía de Morábito un lugar único en el concierto lírico de la lengua española”.