Jugar a ser Dios es cosa fácil, pero tiene, para todos los involucrados, creadores y criaturas por igual, un alto, altísimo precio que entre todos pagamos tarde o temprano. Frankenstein nos lo hace ver y compender magistralmente.
Este sitio web utiliza cookies, tanto propias como de terceros, para mejorar su experiencia de navegación. Si continúa navegando, consideramos que acepta su uso. Más información