Mía es una palabra propia de la infancia y también, ¡qué casualidad!, es el nombre de la pequeña que se encuentra, por su seguridad, detrás de la puerta cerrada, donde su mamá la dejó. Y detrás de cada puerta cerrada hay un niño que escucha, escondido, lo sabemos porque un día fuimos niños, y los niños también lo saben, tienen esta intuición aguda de lo importante y saben reconocer las situaciones, los sonidos, los silencios que dibujan su porvenir.
Mía, sola, encerrada en el cuarto de trebejos, vive un momento de gran angustia sabiendo, adivinando lo que pasa afuera. La situación se ha vuelto rutinaria: sus padres peleando por un motivo principal, el alcohol. Y son tantos los niños que viven esto que podemos preguntarnos por qué no ha habido más textos que cuenten la soledad del niño frente a la desunión de sus padres. Con un talento y una discreción digna del mundo infantil, Amaranta Leyva nos introduce en la intimidad de la niña. Como el niño escondido, el público no ve nada de lo que pasa fuera; entiende, adivina, teme, espera, siente cada fase de la pelea y su propia impotencia... nos quedamos detrás de la puerta y podemos reconocer nuestros propios miedos. Es una de las virtudes más grandes del teatro bien hecho: permite vivir las emociones con el protagonista a partir de sus propias experiencias.
En el cuarto de trebejos, Mía encuentra a Sinforoso, su muñeco favorito de cuando era pequeña, cuando su papá no tomaba, cuando su mamá no temía por ella. Así, sin alejarnos de los retos verdaderos, podemos descubrir la infancia feliz de Mía y descubrir en nuestros propios recuerdos felices que si la vida por momentos nos sitúa en la oscuridad, siempre hay un rayo de luz que nos guía... y que ese rayo a veces lo llevamos dentro.
Suzanne Lebeau.
