En el fondo de todo crimen y su secuela de enigmas habita, a fin de cuentas, algo inefable. Se estudia, se explica, se razona, se hurga en los motivos y, a veces, hasta se construye el más coherente sistema para desentrañar un asesinato. Pero por más lógica que pueda parecer la investigación de las motivaciones —sólo claras en el cosmos racional del relato policiaco—, siempre hay un punto en el que la perplejidad— una especie de instantánea que perpetuará el último contacto entre las miradas de la víctima y su victimario, justo antes de que aparezca la palabra muerte es la sensación única al final del túnel.
Lucía Leonor canta la infinita extrañeza ante los otros y ante nosotros mismos: azoro, pánico, culpa... ¿por qué? ´No sé´, repiten en muchas ocasiones los asesinos y su coro de demonios interiores. Qué portentos inexplicables, sanguinarias bestias, enigmas en flor. Si la pregunta ¿por qué? es el puente que une al asesino con su víctima, los otros intentamos responder con voces acusatorias, aterradas, sorprendidas, iracundas voces en polifonía o en contrapunto, voces que anhelan justicia, castigo, piedad, perdón —todo aquello que el triste fiambre ha perdido—, voces desgarradas y rientes, el variopinto drama de los vivos... No hay certeza tras responder por qué.áLa inocente, la virginal Lizzie sólo desata la infernal caterva de voces. Lo único cierto es el estribillo que recuerda los hechos: ´Lizzie Borden un hacha tomó / cuarenta golpes a su madre le dio / Y cuando lo que había hecho miró... / cuarenta y un hachazos a su padre asestó´.
David Olguín
